“¿Escribías para alguien?” – continué preguntando.
“Nunca quise escribir para nadie… Eso era lo que me decía a mí mismo cada vez que arrancaba los primeros párrafos de un nuevo libro. Nunca quise escribir para nadie, pero tampoco quise escribir para todos. “¿Qué era para ti escribir?” – esa fue mi siguiente pregunta.
“Escribir… Escribir… El escribir se terminó convirtiendo en todo menos en una acción, en todo menos en una acción. Escribir era como intentar enamorar a una chica preciosa que ves por primera vez… pero, en este caso, la chica es tu propia existencia. Escribir era intentar enamorarme de mi propia existencia, de aquel momento concreto en el que estaba allí, allí, tan solo respirando, allí, tan solo presente… a punto de que mis dedos tecleasen o escribiesen algo. “¿Qué harías si volvieses atrás, qué harías si volvieses atrás otra vez?” – pregunté.
“¡Equivocarme! Equivocarme lo máximo posible y lo más rápido posible. Equivocarme lo mejor posible para que todo terminase lo antes posible” – respondió Coel rápidamente. “Volvería a equivocarme, volvería a equivocarme de nuevo. Aunque creamos que no, equivocarnos nos produce un placer enorme, un extraño y peculiar placer que malinterpretamos, que no sabemos definir bien, que no sabemos especificar bien, que no sabemos detallar bien… por eso lo rehuimos, por eso lo evitamos, por eso intentamos esquivarlo a cada paso. “¿Por qué dejaste de escribir?” – volví a preguntarle nuevamente desde la butaca en la que me encontraba sentado.
“De nuevo te diré que ninguna respuesta que se pueda dar a un - por qué - es correcta, de nuevo te diré que nunca se puede responder a un - por qué -, de nuevo te diré que nada puede llenar el espacio que crea el preguntar - por qué -, pero de nuevo te voy a responder de todas formas… Dejé de escribir por tres motivos. “¿Por qué empezaste a escribir?” – le pregunté desde una de las butacas de primera fila en la que yo seguía sentado haciendo de espectador de aquella improvisada función que Coel había montado.
“Ninguna respuesta que se pueda dar a un `por qué´ es correcta, nunca se puede responder a un `por qué´, nada puede llenar el espacio que crea el preguntar `por qué´, pero te voy a responder de todas formas… Empecé a escribir por tres motivos. Preguntas, preguntas y respuestas. Siempre había creído que una de las cosas más peligrosas de este mundo eran las preguntas, que eran como semillas que, al hacértelas tú mismo, se quedaban entre algún pliegue de tu cerebro, y al intentar darle respuesta éstas crecían y crecían, terminaban echando raíces y más raíces, y al final te terminaba por explotar el cerebro cambiando de opinión acerca de algo.
“Aquí, justo aquí, subido en este escenario, me preguntaron por qué el pasado parecía volver una y otra vez a nuestras vidas, por qué acudían a nuestro pensamiento imágenes del ayer. ¡Valientes estúpidos!, si creen que esa respuesta la tiene un hombre es que están completamente equivocados desde el principio.
“La vida es un gran teatro, pasen y vean…” – dijo Coel abriendo los brazos y agitándolos como si animase a un público inexistente a tomar asiento.
“Abrimos las 24 horas del día, ¡todos los días del año! Pasen y vean… Tenemos un gran aforo… no se preocupen, hay sitio para todos. Tenemos butacas en palcos privados, tenemos butacas en zona preferente, tenemos butacas en platea, tenemos butacas con buenas vistas, tenemos butacas cerca del pasillo, tenemos butacas cerca de la salida de emergencia, tenemos butacas al final de la sala, tenemos butacas detrás de las columnas, incluso tenemos butacas en la calle por si decide no entrar. Pasen y vean… Nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Giramos la esquina y entramos en un callejón estrecho, anduvimos un poco y llegamos a una puerta. Coel sacó una llave de su bolsillo y la abrió, entramos y volvió a cerrar. Todo estaba oscuro, a tientas llegamos a un recibidor donde entraba algo de luz del día por una claraboya que había en el techo y hacía que al menos se identificasen algunas formas. Aquel lugar tenía un olor especial, una mezcla de papel, humedad y alcanfor. Por cómo se movía y la seguridad con la que lo hacía parecía que Coel conocía perfectamente aquel sitio.
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