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El Escritor Sin Libro - Capítulo 13

1/5/2017

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Me desperté con esa sensación de sueño pegajoso, de no saber si era de día o de noche. Viví esas milésimas de segundo en las que ni siquiera sabes quién eres.

Acudió todo de repente a mi cabeza, me sorprendí como si otro hubiese vivido todo lo ocurrido. Lo recordaba como un sueño lejano, como uno de esos que pierde toda la lógica a los pocos minutos de despertar.
Me había encontrado con mi escritor favorito en la calle, él tenía pintas de mendigo, lo que más tarde parecía confirmarse como cierto. Tomamos café en una cafetería, hablamos, y por algún estúpido, inexplicable, e inconsciente impulso me lo llevé a mi casa… Se dio una ducha, se quitó un par de kilos de mierda de encima, estuvimos tres horas en silencio, confesamos nuestros miedos, rompimos a reír, nos tomamos una cerveza, le solté un discurso de cómo descubrí sus libros, y le volví a soltar otro discurso en el que me enfadé por darme cuenta de lo que me habían marcado, o afectado, o hecho hacer y pensar sus libros… Fui a mi habitación, di un portazo, caí en la cama, y me quedé profundamente dormido. Fin, hasta ese momento, de una historia de lo más surrealista.

Habían sido muchas las veces en la vida, demasiadas, en las que me había dicho a mí mismo que debería pensar antes de hablar, antes de expresarme, antes de que mis pensamientos bajasen enfilados dirección a mi boca, terminase metiendo la pata y sentir que no tenía salida alguna. También tengo que decir que habían sido muchas las veces en la vida, demasiadas, en las se giraba la situación de tal manera que terminaba saliendo airoso de cualquier lío.

Me sentí mal por lo ocurrido, por, de alguna manera, haber culpado a Coel y a sus libros de algunos de los fallos de mi vida y de la situación en la que estaba ahora mismo, ¡una autentica pataleta infantil! Una de esas reacciones que, aunque nos creamos que maduramos al crecer, nos siguen demostrando que somos niños, que seguimos siendo niños. Una reacción inesperada pero con la intención oculta de culpar a alguien, de echarle la culpa a alguien. Siempre buscamos a quien echarle la culpa, a cualquiera, a cualquiera menos a nosotros mismos. Mi improvisado invitado no tenía en realidad la culpa de nada, aunque sus libros me hubiesen empujado más de una vez a ver las cosas de una manera radical y arriesgada.

Él no tenía culpa de lo que me había pasado, de las cosas que me habían pasado aquellos últimos años, aquellos últimos meses y aquellos últimos días… pero, estaba allí, él estaba allí, él era otra persona distinta a mí, él no era yo… y eso lo hacía el candidato perfecto para culparle.  El culpar, el echarle mierda a alguien por algo que no ha hecho, suele ser el consuelo o el plan B para no tener que tomar las riendas de nuestra vida, para no tener que darnos cuenta de que somos los únicos responsables de todos nuestros fallos y cagadas vitales. Siempre son los demás, siempre son otros los que tienen la culpa… siempre son todos los demás, lo mismo nos vale un político de turno que una crisis económica mundial, lo mismo nos vale una madre que no nos dio un beso a tiempo que una pareja que nos dio demasiados a destiempo.

Siempre es lo mismo, y siempre termina en una de esas reacciones que, aunque nos creamos que maduramos al crecer, nos siguen demostrando que somos niños, que seguimos siendo niños, ¡que seguimos siendo niños!
 
No sabía si después de aquel portazo mi inesperado invitado continuaría en la casa o se habría marchado. Salí de mi habitación. Él continuaba allí.

¿Sabes una cosa? – dijo Coel levantándose del sofá sin apartar su mirada de la vista que los grandes ventanales de mi salón presentaban.

“Siempre he dicho que el oficio de escribir es un oficio de mentirosos, de mentirosos que hacen lo mismo que tú al leer… De mentirosos que también quieren escapar de donde están, para eso escriben muchas de sus historias, para salir de donde están. De mentirosos que creen que otra realidad es posible, para eso escriben muchas de sus historias, para vivir en sus cabezas esa otra realidad. De mentirosos a los que el contacto con lo que sucede fuera de sus mentes les puede aterrorizar por completo, ¡igual que a ti!…

Deberíamos vivir igual que deberíamos de escribir los escritores, escribir de verdad, vivir de verdad. Deberíamos olvidar cualquier norma, cualquier guion propio o impuesto, cualquier estilo propio o adoptado. Deberíamos dejar tanto los trajes elegantes como aquellas palabras y oraciones rimbombantes que parecen darnos algo que en realidad no somos. Deberíamos apreciar cada día como si fuese esa nueva palabra que acude a escribir nuestra historia, sin importarnos si rima o no con aquello que queremos, sin importarnos si rima o no con aquello que pensamos, tan solo dejando que esa palabra se escriba, tan solo dejando que ese día sea tal como viene. Esa es la gran enseñanza, el gran trabajo, el gran esfuerzo… precisamente el echarnos a un lado de nuestras vidas para vivir de verdad.

Vivir de verdad es el asombro diario, el asombro del primer hombre sobre la tierra al ver cada una de las cosas que le rodeaba. Cuando pierdes tu capacidad de asombrarte de la vida empiezas a complicarla buscando en toda esa maraña el sentimiento original de ver que las cosas ya son perfectas tal y como son.
A nadie le ponen una pistola en la cabeza para que escriba de verdad, a nadie le ponen una pistola en la cabeza para que viva de verdad. Si tú has creído a otros es porque no te has creído a ti mismo. Uno no come fuera de casa si sale de ella con la barriga llena...” – dijo Coel mientras se dirigía a mi habitación dando un portazo al cerrar la puerta.

Yo, boquiabierto en medio del salón, no entendía nada de nada. Ni lo que me había dicho, ni el portazo que había dado, ni para qué se había metido en mi habitación.

A los pocos segundos salió de ella.

“¿Te apetece una cervecita?” – preguntó guiñándome un ojo.

Completamente loco, sí, completamente loco.

Continuará...

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