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El Escritor Sin Libro - Capítulo 71

28/6/2017

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No sé exactamente cuántas personas podía haber en aquella sala, en aquella gran sala. No sé si cien, no sé si doscientas, o quizás llegaría a las quinientas, o pasarían de sobra las mil. Nunca he sido bueno contando a bulto. Me extrañaba que hubiese tantas, y a la vez, también me extrañaba que hubiese tan pocas como para ser todas las personas con las que había compartido, hablado, o tenido algo en mi vida.

Desde donde yo me encontraba hice una batida mirándolas, cada vez que me fijaba en alguna de ellas era como si en mi interior se abriese un fichero, una carpeta, y allí pudiese encontrar el tema, el caso, el motivo, o el asunto por el cual aquella persona estaba allí.
 
A unos metros de mí estaba un chaval de la calle de al lado de donde viví, al que, a la salida del colegio, otro buen día, tiré una piedra y escalabré. En una de las muchas ciudades donde viví de pequeño, en uno de los muchos colegios donde estuve, al finalizar las clases y volver a casa, raro era el día que no se montaba una batalla campal a fuerza de piedras que iban a un lado y a otro del rio que separaba unos descampados que había detrás de la escuela. Unos a un lado, otros a otro, los de una clase a un lado, los de otra clase a otro, los de una calle a un lado, los de otra calle a otro… ¡y a pedrada limpia!
 
De camino a casa, cientos de niños de camino a casa, pasaban por alguna de las dos orillas de aquel rio, cogían una piedra, y la lanzaban con todas sus fuerzas al otro lado, al bando de niños del otro lado. Algunos cogían y lanzaban una piedra tras otra. Yo salía del colegio, pasaba por una de las dos orillas, me agachaba, cogía una piedra que creyese que disponía de las características aerodinámicas necesarias para llegar lo más lejos posible, la lanzaba al otro lado, y corría, corría a toda prisa hasta mi casa.
 
Un día, otro, y otro… Una semana, otra, y otra… Esa era mi rutina al salir del colegio cada tarde. Cuando un niño lanza piedras creo que en realidad no es consciente de que está lanzando piedras. Cuando un niño lanza piedras, en su mente, en su reducido entendimiento de la física newtoniana, cree que la piedra caerá al otro lado, o caerá muy lejos, o caerá muy cerca, o caerá al mismo rio, o alguna otra extraña combinación posible en este universo… Cuando un niño lanza piedras, a veces, lo último que piensa es que esta pueda darle a algo o a alguien.
 
Llevaba lanzando varias semanas piedras al otro lado del rio. Aquella tarde fue distinta, nada más salir disparada la piedra de mi mano sentí algo extraño, como si por unas milésimas de segundo todo se parase, eso fue lo que sentí. Aquella tarde no fue como las demás, las otras tardes tiraba la piedra alegremente y corría hasta mi casa. Aquella tarde lancé la piedra, supe que algo distinto había ocurrido, y corrí hasta mi casa. Tres cuartos de hora después el timbre de casa sonó, mi madre abrió la puerta, yo sabía que la piedra que había lanzado ya hacía un buen rato tenía algo que ver. Desde el fondo del pasillo, escondido tras una cortina, pude ver la imagen que se presentaba al abrir la puerta. A la izquierda una señora mayor con cara de enfadada, a la derecha un niño con cara de apenado, y el rostro lleno de la sangre que le caía desde un poco más atrás del final de su frente. “Su hijo le ha tirado una piedra a mi hijo y lo ha escalabrado” - dijo aquella señora con aire presuntuoso. “¿Cómo sabe usted que ha sido la piedra que lanzó mi hijo la que le dio a su hijo?” - dijo con toda tranquilidad mi madre debajo del quicio de la puerta. Aquella señora pareció no encontrar una respuesta, aquella señora no tuvo que ver muy clara la posibilidad de que, entre cientos de niños tirando cientos de piedras, la mía, justo la mía, fuese la que impactase en la cabeza de su hijo. Seguro que no encontró una causa-efecto directa, puso cara de aún más enfadada, agarró a su hijo por un brazo, y se fue de allí.
 
“Cuando lanzas una piedra, esta, no estará en el aire volando para siempre. Cuando se tira una piedra, siempre, siempre cae en algún sitio. Cuando se tira una piedra, aunque se tenga mala puntería, o aunque se tenga poca fuerza, siempre termina cayendo en algún sitio. Aunque no quieras, aunque no quieras darle a nadie, aunque no sepas lanzarla bien… la piedra siempre termina cayendo en algún sitio. Las piedras que lanzamos siempre terminan cayendo en algún lugar.” - dijo mi madre con la dulzura con la que solía siempre explicarme todas las cosas.
 
No volví a lanzar más piedras a la salida del colegio, bueno, quizás dos o tres veces más, bueno, quizás algunas más, pero ahora todo era distinto, ahora sabía que las piedras que lanzaba, tarde o temprano, más lejos o más cerca, impactarían en algún lugar, ya fuese en el suelo, ya fuese en un cristal de un coche, o si tenía suerte, y puntería, en la cabeza de algún niño de la calle de al lado.
 
Las piedras que lanzamos en la vida siempre terminan cayendo, dando, o impactando en algo, o en alguien. Al chaval que tenía frente a mí en aquel momento, en aquella abarrotada sala de fiestas, le dio la piedra en toda la cabeza. A veces en la vida, para dar en el blanco no hace falta tener buena puntería, a veces, tan solo basta con lanzar la piedra, con lanzar una piedra, y otra, y otra, y otra. A veces no hace falta tener buena puntería para dar en el blanco, tan solo hay que lanzar la piedra.
 
Aquel muchacho, al que escalabré, tampoco podía verme, parecía que ante él también yo resultaba invisible, sin embargo, nuevamente, yo sí que podía leer su pensamiento, lo que tenía en su cabeza - “¡Jugar, jugar, jugar… quiero jugar, jugar, jugar. Lanzar piedras, lanzar palos, da igual donde lleguen, da igual a lo que le dé, da igual lo que llegue, da igual con lo que me den. Quiero jugar, quiero jugar…!” - ese era el diálogo que podía sintonizar con mi recién adquirido superpoder.
 
Sonreí, sonreí, y un subidón de energía revitalizante pareció despertar mi cuerpo. Por contraste, por diferencia con esa sensación viva que estaba sintiendo en esos momentos, me estaba dando cuenta de que hacía mucho que no sentía lo que aquel chaval con la cabeza abierta por una piedra estaba sintiendo. Él quería jugar, quería jugar a pesar de que tenía toda la cara llena de sangre, quería seguir lanzando piedras a pesar de que su madre tenía cara de enfadada. Entendí, comprendí, que la cara de tristeza que le vi, escondido tras la cortina del pasillo cuando mi madre abrió la puerta, no era de dolor, o de preocupación por lo sucedido, sino que era porque se había acabado el juego, porque su madre ya no le dejaría ir más a la orilla del rio a tirar piedras al otro lado, al bando de muchachos del otro lado. No lloraba por su camiseta llena de sangre, no lloraba por los puntos que tendrían que darle en la cabeza, o por lo mucho que eso le pudiese doler… lloraba porque mientras estaba allí, con su madre intentando buscar un culpable, no estaba jugando en la orilla del rio con los otros chicos del colegio.
 
Cuando lanzas una piedra puedes dar en el blanco, o no. Cuando lanzas una piedra lo puedes hacer mejor, o peor. Lo importante de lanzar una piedra no es nada de eso. Cuando lanzas una piedra puedes abrirle la cabeza a alguien, o pueden abrirte la cabeza a ti. Lo importante de lanzar una piedra no es nada de eso. Cuando lanzas una piedra, lo verdaderamente importante es que estás lanzando una piedra, tan solo eso, únicamente eso. Que estás lanzando una piedra, simplemente, que estás ahí, lanzando una piedra.

Continuará...
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